Pienso en mi madre, ¡mamá! No dejo de llamarla en mi
mente, para espantar los fantasmas. Llamarla reconforta, aunque sé que no
vendrá para guardarme sobre su regazo. Quisiera tenerla cerca, oler su fragancia
a rosas de pitiminí, un olor dulzón que inunda los sentidos, lo paladeas e
incluso puedes oírlo. Mi madre huele a dama de noche, a jazmines en flor y a
pan tostado en las mañanas.
Ya no le temo al viento, en estos veinte años de
matrimonio perdí el miedo a todo, excepto a él… Él, ese ser extraño en el que
se ha convertido mi marido, alguien sin alma, con los ojos vacíos, oscuros,
donde no hay forma de asomar, aunque lo intentes.
Abro los ojos despacio, trato de acomodar la visión a la
claridad y veo frente a mí el inmenso valle donde he vivido desde que nací. Las
verdes laderas repletas de encinas, entre las que jugaba cuando era pequeña. ¿Cuánto
tiempo ha pasado? El correr de los años hace mella en mi memoria, pero las
vivencias de niña siguen ahí, intactas, conmigo. Recuerdo el sonido del viento
al bajar desde las montañas, adentrándose en el pueblo para recorrer las
calles. Puedo verme siendo una niña, estoy en casa. Mamá me abraza, hablándome
con dulzura para calmar mis miedos. El aire ruge fuera y mueve las persianas
del balcón. Con cada rugido, mi cuerpo pequeño se encoge, aún más, para
apretarse contra mi madre.
Fue mamá quien me regaló aquel bonito libro sobre Pandora
y sus vientos: el cálido viento del Sur que traía calor para arroparnos, el del
Norte portador del frío, el del Este que arrastraba penas y alegrías y,
finalmente, el viento del Oeste cargado de palabras, mensajes para el alma.
Todos esos vientos habitaban en el cuerpo de Pandora, dotada con las facultades
más hermosas y llamativas. Su curiosidad destapó la caja, donde Zeus había
encerrado todas las desgracias capaces de destrozar la vida de los humanos: la
fealdad, la mentira, el odio, la tristeza o el dolor. Con aquella imprudencia
Pandora marcó nuestras vidas.
Leyendo ese libro, mi madre me enseñó cómo entender a los
vientos. Aquellas noches de tormenta, cuando el vendaval azotaba nuestro
pueblo, jugábamos a adivinar qué traía cada ráfaga hasta nuestra ventana.
—¿Oyes, mamá?, este nos habla de días felices
—decía yo cuando dejaba de soplar.
—Este
otro, quiere contarte un cuento para que vayas tranquila a dormir. Duerme
cariño —susurraba mi madre, cuando cesaban de vibrar los cristales de mi
ventana.
No puedo recordar en qué momento
abrí la caja de Pandora, y las desgracias del mundo se instalaron en mi hogar.
Tal vez, fue mi curiosidad la que desató la furia más cruel en mi marido.
Quizás, cuando le pregunté por qué volvía tarde a casa, o no entendí por qué razón
no le gustaba el vestido azul, que compré para la boda de mi mejor amiga. Lo
rompió en mil pedazos. Fue la primera vez que su mirada no era humana. Primera,
de otras muchas, en las que salió de casa dejándome acurrucada junto al sofá,
con la cara surcada de lágrimas y sangre. Fue la primera vez que el miedo se
pegó a mi cuerpo, ajustándose a mi piel, como aquel vestido de novia que me
acompañó, al iniciar nuestra vida de mentira.
La
brisa me devuelve olor a tierra mojada y, solo entonces, me doy cuenta de que
siento frío. Ha debido llover durante la noche y tengo la ropa empapada ¿qué
hago fuera de nuestro hogar? ¿Dónde voy a ir? No tengo ningún lugar al que
acudir. Debería volver a casa para darme
una ducha. Me pondré ropa limpia, tomaré un café caliente y me sentaré a pensar.
Es más fácil pensar con una taza de café entre las manos. Aunque, en los
últimos meses, solo pienso en marcharme. Desaparecer… Ser nada… Él, siempre lo
dice: no soy nada, no sé hacer nada.
Mejor vuelvo
a casa, le pido perdón por desaparecer toda la noche, estará preocupado. A su
lado me encuentro segura. Alguna vez se le va la mano, le pongo nervioso y es incapaz
de controlarse, pero me quiere. Es mi marido, ¡tiene que quererme!
Ana fue encontrada envuelta en
plásticos y semienterrada, en un paraje cercano al pueblo donde vivía. La
lluvia de la noche removió la tierra y sacó el cuerpo a la luz. Gracias a esta
circunstancia, su familia pudo saber de ella pocos días después de su
desaparición. Su marido, fue detenido unas semanas más tarde y está en espera
de juicio.
Cuentan que,
en el entierro, el aire sonaba entre las calles del pueblo como un susurro. En
el relato de aquel día, hay quien asegura que distintos vientos pasaron por
allí. El viento del Norte se posó en las frías manos del asesino, mientras portaba
el ataúd entre falsas lágrimas. El viento del Sur arropó a los hijos y
familiares de Ana, para darle el calor necesario en tan duros momentos. Desde
las tierras del Este, una brisa asomó para llevarse el dolor y traer bonitos
recuerdos. Cuando todos volvían a sus casas, algunas mujeres de ojos
enrojecidos, miradas perdidas y miedo en el cuerpo, recibieron el susurro del
viento del Oeste, que les removió el pelo y el alma. Ese viento amigo les trajo
un mensaje de Ana: “que sea la vida la que nos separe... ¡Vive!”.
Carmen Martagón ©
Bendito el viento que, sabe remover el alma...
ResponderEliminarUn relato conmovedor, actual - por desgracia - y que no cesa de suceder.
Cuántas Anas más les espera un destino así???
Malditas alimañas sin corazón!
Excelente relato amiga, un beso��