Ir al contenido principal

Hasta que la muerte...



Despierto confusa, en medio de la nada. No sé dónde estoy. La luz no me deja abrir los ojos. En este instante, no puedo recordar. Apenas sé quién soy, ni qué hago aquí. No soy capaz de pensar, no quiero pensar. Me duele todo el cuerpo, tal vez de dormir acurrucada, como un bebé en el vientre de su madre, protegiéndome del relente de la noche. Siento las manos agarrotadas de sujetar las solapas de mi chaqueta vaquera, intentando evitar que el frío se me instale en el pecho.
            Pienso en mi madre, ¡mamá! No dejo de llamarla en mi mente, para espantar los fantasmas. Llamarla reconforta, aunque sé que no vendrá para guardarme sobre su regazo. Quisiera tenerla cerca, oler su fragancia a rosas de pitiminí, un olor dulzón que inunda los sentidos, lo paladeas e incluso puedes oírlo. Mi madre huele a dama de noche, a jazmines en flor y a pan tostado en las mañanas.
            Ya no le temo al viento, en estos veinte años de matrimonio perdí el miedo a todo, excepto a él… Él, ese ser extraño en el que se ha convertido mi marido, alguien sin alma, con los ojos vacíos, oscuros, donde no hay forma de asomar, aunque lo intentes.
            Abro los ojos despacio, trato de acomodar la visión a la claridad y veo frente a mí el inmenso valle donde he vivido desde que nací. Las verdes laderas repletas de encinas, entre las que jugaba cuando era pequeña. ¿Cuánto tiempo ha pasado? El correr de los años hace mella en mi memoria, pero las vivencias de niña siguen ahí, intactas, conmigo. Recuerdo el sonido del viento al bajar desde las montañas, adentrándose en el pueblo para recorrer las calles. Puedo verme siendo una niña, estoy en casa. Mamá me abraza, hablándome con dulzura para calmar mis miedos. El aire ruge fuera y mueve las persianas del balcón. Con cada rugido, mi cuerpo pequeño se encoge, aún más, para apretarse contra mi madre.
            Fue mamá quien me regaló aquel bonito libro sobre Pandora y sus vientos: el cálido viento del Sur que traía calor para arroparnos, el del Norte portador del frío, el del Este que arrastraba penas y alegrías y, finalmente, el viento del Oeste cargado de palabras, mensajes para el alma. Todos esos vientos habitaban en el cuerpo de Pandora, dotada con las facultades más hermosas y llamativas. Su curiosidad destapó la caja, donde Zeus había encerrado todas las desgracias capaces de destrozar la vida de los humanos: la fealdad, la mentira, el odio, la tristeza o el dolor. Con aquella imprudencia Pandora marcó nuestras vidas.
            Leyendo ese libro, mi madre me enseñó cómo entender a los vientos. Aquellas noches de tormenta, cuando el vendaval azotaba nuestro pueblo, jugábamos a adivinar qué traía cada ráfaga hasta nuestra ventana.
             —¿Oyes, mamá?, este nos habla de días felices —decía yo cuando dejaba de soplar.
             —Este otro, quiere contarte un cuento para que vayas tranquila a dormir. Duerme cariño —susurraba mi madre, cuando cesaban de vibrar los cristales de mi ventana.
           
No puedo recordar en qué momento abrí la caja de Pandora, y las desgracias del mundo se instalaron en mi hogar. Tal vez, fue mi curiosidad la que desató la furia más cruel en mi marido. Quizás, cuando le pregunté por qué volvía tarde a casa, o no entendí por qué razón no le gustaba el vestido azul, que compré para la boda de mi mejor amiga. Lo rompió en mil pedazos. Fue la primera vez que su mirada no era humana. Primera, de otras muchas, en las que salió de casa dejándome acurrucada junto al sofá, con la cara surcada de lágrimas y sangre. Fue la primera vez que el miedo se pegó a mi cuerpo, ajustándose a mi piel, como aquel vestido de novia que me acompañó, al iniciar nuestra vida de mentira.
            La brisa me devuelve olor a tierra mojada y, solo entonces, me doy cuenta de que siento frío. Ha debido llover durante la noche y tengo la ropa empapada ¿qué hago fuera de nuestro hogar? ¿Dónde voy a ir? No tengo ningún lugar al que acudir.  Debería volver a casa para darme una ducha. Me pondré ropa limpia, tomaré un café caliente y me sentaré a pensar. Es más fácil pensar con una taza de café entre las manos. Aunque, en los últimos meses, solo pienso en marcharme. Desaparecer… Ser nada… Él, siempre lo dice: no soy nada, no sé hacer nada.
Mejor vuelvo a casa, le pido perdón por desaparecer toda la noche, estará preocupado. A su lado me encuentro segura. Alguna vez se le va la mano, le pongo nervioso y es incapaz de controlarse, pero me quiere. Es mi marido, ¡tiene que quererme!

Ana fue encontrada envuelta en plásticos y semienterrada, en un paraje cercano al pueblo donde vivía. La lluvia de la noche removió la tierra y sacó el cuerpo a la luz. Gracias a esta circunstancia, su familia pudo saber de ella pocos días después de su desaparición. Su marido, fue detenido unas semanas más tarde y está en espera de juicio.
Cuentan que, en el entierro, el aire sonaba entre las calles del pueblo como un susurro. En el relato de aquel día, hay quien asegura que distintos vientos pasaron por allí. El viento del Norte se posó en las frías manos del asesino, mientras portaba el ataúd entre falsas lágrimas. El viento del Sur arropó a los hijos y familiares de Ana, para darle el calor necesario en tan duros momentos. Desde las tierras del Este, una brisa asomó para llevarse el dolor y traer bonitos recuerdos. Cuando todos volvían a sus casas, algunas mujeres de ojos enrojecidos, miradas perdidas y miedo en el cuerpo, recibieron el susurro del viento del Oeste, que les removió el pelo y el alma. Ese viento amigo les trajo un mensaje de Ana: “que sea la vida la que nos separe... ¡Vive!”. 


Carmen Martagón ©

Comentarios

  1. Bendito el viento que, sabe remover el alma...
    Un relato conmovedor, actual - por desgracia - y que no cesa de suceder.
    Cuántas Anas más les espera un destino así???
    Malditas alimañas sin corazón!
    Excelente relato amiga, un beso��

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Silencio

 Silencio  “Se bebe té para olvidar el ruido del mundo”. T’ien Yiheng. Silencio  Hay demasiado ruido alrededor,  ruido innecesario y perturbador que te aleja de ti misma,  necesitas instantes donde encontrarte, instantes para buscar el silencio mientras escondes el grito atronador del dolor.  Hay demasiadas voces a la vez  te dicen si puedes o no, si estás o no, lo que debes hacer cada minuto.  Hay demasiadas voces de este mundo,  dejando mudo el pensamiento, atacando cada palabra no dicha, tratando de ocupar todo tu ser. Naciste más cerca del silencio, tu llanto de entonces ya no se recuerda, y ahora necesitas beberte a sorbos el ruido  y que todo esté mudo y callado, para pensarte y sentirte, para que nadie más te sienta.  Necesitas quedarte ausente algún tiempo, mientras los gritos se apaciguan  mientras el dolor se diluye en una taza de dulzura, en unas gotas de ausencia, en una leve sonrisa… o en un ritual que nadie entiende; como tu silencio… Carmen Martagón  #silencio  #ritualde

CANELA EN RAMA

"Canelita en rama eres mi niña bonita..".  Aquella tarde le vino a la memoria esa frase tan escuchada cuando pequeña. Estaba preparando un arroz con leche para sus nietos y había puesto los ingredientes sobre la mesa. El limón para echar la corteza en la leche, la canela en rama y el azúcar... De pequeña no sabia que significaba aquella frase que su abuela le decía, cada vez que preparaba arroz con leche o torrijas y usaba la canela como ingrediente. Ella siempre quería ser quien alcanzara, en la alacena de la cocina de su abuela, el bote de cerámica donde se guardaba la canela en rama. Para hacerlo se subía en la silla verde lacada, con finas patas de aluminio que parecía iban a romperse al sentarse, y se empinaba para llegar a él, siempre bajo la atenta mirada de la abuela. Cuando conseguía abrir el bote le pasaba las ramas de canela y su abuela repetía la frase acariciando su mejilla. - ¿ Qué significa eres canelita en rama mamá?.- Preguntó un día a

Tinieblas

Escribo desde el mismo corazón de las tinieblas, donde el tiempo parece detenido, escribo tras la oscura soledad de este destierro, intentando alinear despacio las palabras; mientras mi mente desordena el verbo siento un vendaval de emociones en el vientre, se desespera el sentir y escribo... Suena el tic tac imaginario en el reloj ausente, vuelan alrededor las almas perdidas, ocultas de todo,  entre las paredes blancas que me atrapan. No sé quién soy, aquí no tengo nombre, ni título, ni aval que me sostenga, no tengo que rendir cuentas más que a mi propio infierno, convertida en ojo vigilante obligada a espantar a la muerte; escribo... La letra me mantiene en el mundo de los vivos, afuera llueve a carcajadas, el tiempo se ríe de mí, el cielo tiene el mismo color gris plomizo que mis entrañas, añoro la luz cegadora del sol atravesando la arboleda, no existe imagen más simple para atarme en el lado de los cuerdos. Las letras, que me sacan de esta cruda realidad, son aliadas de la demenc